Ana de Lacalle
Durante mi infancia, cada jornada me gratificaba con alguna novedad: desde descubrir, tras una paciente observación, la existencia cooperativa de las hormigas, hasta apercibirme de que había personas incapaces de reírse. Este último hecho producía en mí cierta desazón porque deseaba, impulsada por una curiosidad ingenua, comprender qué distancia había entre el regocijo y la seriedad. Intrigada por este afer, un día en el que mi hermana se hallaba cómodamente repanchingada en el sofá, sin ocuparse aparentemente en nada, le espeté: – Nora, ¿tú de qué color ves al primo Víctor? Mi hermana hizo una mueca estupefacta que se tornó en desdeño, y me ignoró. Yo, algo compungida, volví a exigirle una respuesta; lo cual provocó su respuesta airada: “¿Qué bobada es esa? Veo al primo de distintos colores, depende de la ropa que lleve, ¿no te parece?” La respuesta no me satisfizo en absoluto y me reafirmé aclarándole que las personas varían de color según el grado de relación próxima o no que tenemos con ellos, y que hiciera el favor de responder a mi pregunta. Nora, incipientemente inquieta y preocupada, debido a la retahíla incomprensible que le había enjaretado, se apercibió de que mi indignación respondía a algo fundamental para mí. Así que se viró el turno y me preguntó: “Aida, ¿de verdad que ves a las personas de colores?” Ante su pregunta conciliadora me sentí algo avergonzada y tímidamente susurré que sí. Mi hermana con decisión y firmeza cogió el ordenador que tenía en la mesa lateral del sofá, y se dispuso a rebuscar qué tipo de patología era esa. Tras minutos, que fueron infinitos para mí, motivo por el que me fui agazapando progresivamente en un recodo del comedor, me dijo: “Aida, no todo el mundo ve a las personas de colores, lo que te pasa es que eres sinestésica”. Asentí y fui a refugiarme azorada a mi habitación. No sabía qué significaba esa palabreja; ni si me había insultado o me estaba diciendo que tenía una tara. Así es que no volví a hacer comentario alguno, a nadie, sobre la gama cromática que iban adquiriendo las personas con el transcurrir del tiempo. Cuando contaba con doce años, me armé de coraje y decidí que si mi hermana, hacía años, había sido capaz de encontrar en el buscador de internet ese término, que parecía describir eso que me pasaba, yo también. Tras introducir la palabra sinestesia se abrió un nuevo mundo para mí, una manera distinta de percibirme. Ahora ya no sentía ni vergüenza, ni culpa, sino que me afané en detectar todas las habilidades perceptivas que me proporcionaba esa peculiaridad que me hacía diferente, aprendiendo, además, que cada persona es única e irrepetible. Descubrí que era una persona especial y que, ante la ignorancia de la mayoría, ese sería mi gran secreto y descubrimiento.

Reblogueó esto en FILOSOFIA DEL RECONOCIMIENTOy comentado:
Ultimo relato en la revista POLISEMIA
Me gustaMe gusta
Gran relato.
Me gustaLe gusta a 2 personas
Maravillosa y mas que interesante entrada!! Oir colores, ver sonidos, entre otros te hace especial en muchos sentidos como para observar el mundo que te rodea. En verdad, posees un don que debe ser seriamente una herramienta para tu intelecto. Un cálido saludo,
Me gustaLe gusta a 1 persona
Pues me encanta este relato porque toda la vida he jugado con mis hermanos a relacionar números y letras con colores. A ver si a mí me va a pasar lo mismo😊
Me gustaLe gusta a 1 persona