Pan de muertos

Ramsés Guerrero

No me atrevería a decir que era el mejor pan, ni siquiera el más limpio, pero era la única panadería que me encontraba abierta a las dos de la mañana. Yo tomaba la charola y las pinzas oxidadas, pasaba de plato en plato para observar el pan que me ofrecían, pero siempre parecía ser el mismo. La encargada en cuanto me veía entrar iba y venía con su mandil harinoso, fingiendo acomodar las charolas con la verdadera intención de vigilar mis manos para cerciorarse que no me robara un bolillo. Cuando finalizaba mi selección me acercaba a la caja y desde ahí me embolsaban mis bizcochos, dándoles vueltecillas en el plástico y llenando con cuidado la bolsa de papel. La encargada hacía sonar las fuertes teclas y me entregaba un ticket casi invisible.

Y así fue durante años. Hasta que descubrí que el pan era el mismo, y no me refiero a una variedad limitada, en verdad era el mismo. Todo tenía los mismos detalles que el día anterior, el chocolate escurrido de la misma forma, el azúcar igual de brillante, la mosca revoloteando en la misma crema pastelera y los bolillos igual de tostados. Hasta yo era el mismo, llevaba siempre el mismo producto, las uñas de la tendera eran siempre azules y su peineta siempre café.

La madrugada del siguiente día, la panadería estaba cerrada, en su lugar había un muro que marcaba la clausura de una cortina de acero. Me costó mucho aceptarlo, a la fecha no lo creo del todo, porque recuerdo haber comido ese pan con leche, café o té, recuerdo que tenía un sabor y aunque estaba ligeramente duro por fuera su interior era suave. Solo encuentro una solución a ese rompecabezas de merienda: comí pan de muertos.

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